César Vallejo y las mujeres que me
acercaron a él
José Luis Barrera
Ella
se ponía leer a Vallejo y yo quería arremeter con la hormonal
esencia de mi juventud en su cama. Yo deseaba que me enseñara el
exquisito arte del sexo -puesto que era siete años mayor que yo-,
y no clases de versos alejandrinos y endecasílabos, que me iba
señalado cuando los encontraba en Los heraldos negros. Mis ansias
sexuales se enredaban torpemente en los versos que ella me leía,
y que por obvias razones no lograba yo entender.
Años después, pensé que tal vez ella misma no había
entendido los versos, pues no los encontraba propicios para mis intenciones
lúbricas, o tal vez los entendía demasiado bien y no quería
intimar conmigo, o en definitiva quería prevenirme de los dolores
que conlleva el amor. De cualquier manera quedó en mi recuerdo
aquella mujer con la que no aprendí a “hacer el amor”
y mucho menos aprendí poesía, pero que me dejó la
inquietud de leer a ese autor que ella tanto amaba.
Muchos años después, con varias heridas amorosas en mi
haber, me topé con el libro de Los heraldos negros en los anaqueles
de la antigua Biblioteca México, y al irlo leyendo supe que aquella
amante de mi temprana juventud era una mujer herida que quería
advertirme del daño que ella, a su vez, podía ocasionarme.
Leí el poema de Setiembre y me pareció que reconocía
un verso que declamaba antes de la entrega carnal:

Fui descubriendo desde el propio poema que le da nombre al libro, que
esta obra era evidentemente existencialista, y el poema Los heraldos negros
no me pareció de tinte desolador, sino de una ineludible incertidumbre
con la que vive el ser humano. Al leer gran parte del libro comencé
a entender a aquella amante, a la que aún recuerdo, que evidentemente
me estaba preparando no tanto para el sexo, sino para las secuelas del
mismo. Era de entenderse, pues yo era casi por completo inocente.
En definitiva, fui entendiendo que Los Heraldos negros no los podía
entender un joven tan lleno de esperanzas, los fui comprendiendo conforme
las dudas, los sinsentidos y la desesperanza fueron apareciendo en mi
vida. Así visto, ya a distancia, no debo reprocharle a mi primigenia
amante la falta de pasión en el sexo, ya que no le interesaba hacerme
un experto amante, en realidad ella me estaba preparando para los dolores
que acompañan invariablemente al amor.

Un
nuevo encuentro con César Vallejo me deparaba la vida, y de nueva
cuenta con una mujer, sólo que ella no leía Los heraldos
negros porque sólo le daba espacio a la lúbrica pasión.
No obstante los años que habían pasado desde mi amante vallejista
hasta este momento, con esta nueva amante, mi “hechicera vaginomántica”,
aprendí muchas maneras más de “hacer el amor”,
porque en su tálamo profano no existían los límites.
Y como en el sexo, así como en la poesía también
hay cesura, en una de ellas, esperando mi destino de Ícaro -atrapado
entre sus laberínticas piernas- me puse a revisar unas cajas llenas
de libros (que luego ella me explicó eran del papá de sus
hijos, que tenía más de tres años que no se aparecía
en su casa) y encontré algunos de mi interés, entre los
que se encontraban Los heraldos negros, que comencé a leer. Pero
para que el libro no interrumpiera la ceremonia hedonista, prefirió
regalarme los libros para que los leyera en otro momento. Un sexo sin
límites y un fajo de libros fue a la postre la herencia que me
dejó esta otra amante. A diferencia de la primera, esta no me leía
a Vallejo pero si me recordaba unos versos del poema La copa negra leído
en la biblioteca:

Leyendo
con calma el libro rescatado de la caja de mi segunda amante, me encontré
con varías anotaciones que hacían entender que ese libro
había sido analizado a detalle, y de manera técnica midiendo
los versos y su ritmo, y me encontré con una dedicatoria que me
llamó la atención: era de un amigo escritor que le dedicaba
este libro a su amante -que resultó ser la mamá del padre
de los hijos de mi “hechicera vaginomántica”-. De esa
historia evidentemente no puedo intuir qué relación tuvo
con su romance, o lo que haya sido, pero sin duda era otra vez Vallejo
intercalándose de alguna manera entre un escritor y una mujer.
Lo cierto es que Cesar Vallejo, desde joven se fue volviendo una obsesión,
y cuando en mis años de cultura escuchaba hablar de este valioso
autor de la literatura latinoamericana, llegaba a mi mente la amante herida
que con versos de Vallejo me quiso preparar para la vida. La segunda amante,
la del libro regalado, no llegaba aún a mi vida y por ende no tenía
las otras dos referencias de Vallejo y la relación de pareja.
Pero volviendo al libro que terminó en mis manos, debo decir que
éste tenía también su poemario Trilce, que me fue
descubriendo la grandeza de un autor que emprende una ruptura en la forma
de hacer y entender la poesía. Tal como lo dice Antenor Orrego
-filósofo, periodista, ensayista, político y pensador peruano
de la época- en el prólogo de la edición original
(autofinanciada y de tiraje breve):
“César
Vallejo está destripando los muñecos de la retórica.
Los ha destripado ya. El poeta quiere dar una versión más
directa, más caliente y cercana de la vida. El poeta ha hecho pedazos
todos los alambritos convencionales mecánicos. Quiere encontrar
otra técnica que le permita expresar con más veracidad y
lealtad su estilo de la vida.”
Entonces me encontré con el Vallejo del que tanto se ha hablado
en las reuniones literarias y que tan buenos adeptos se ha ganado entre
los verdaderos degustadores y hacedores de la poesía, los que quieren
una poesía moderna, aguerrida, fuerte, y no lacónica y con
pretensiones de conquista romántica a la que muchos otros se aferran
de manera obstinada.
Y descubrí a Vallejo en Trilce, porque justo en esta obra anticipó
gran parte del vanguardismo que se desarrollaría en los años
veintes y en los treintas. En este libro, Vallejo lleva la lengua española
hasta límites insospechados: inventa palabras, fuerza la sintaxis,
emplea la escritura automática y otras técnicas utilizadas
por los movimientos dadá y suprarrealista.

Cesar
Vallejo es por muchos considerado como uno de las grandes innovadores
de la poesía y es, sin duda, el máximo exponente de las
letras peruanas. Y justo en este año es dable rememorar al creador
por los ochenta años de su fallecimiento (15 de abril de 1938).
Y no sería correcto limitar la memoria sólo a estos dos
libros y sólo a su faceta de poeta, ya que escribió además
narrativa, teatro y ensayo. Y ante la imposibilidad de detallar toda esta
obra, bien vale la pena resaltar los doce relatos agrupados en su libro
Escalas melografiadas (Lima, 1923) que se dividide en dos secciones: seis
estampas lírico-narrativas (Cuneiformes) y seis relatos o cuentos
psicopatológicos (Coro de vientos). En algunos de ellos se vuelve
a asomar un vanguardismo poco cultivado entonces en Hispanoamérica.
El otro libro que me parece muy atractivo por su cercanía con el
género fantástico, es Fabla salvaje (Lima, 1923) que es
una novela corta de carácter psicológico que aborda la locura
de un campesino de los Andes, Balta Espinar, que empieza a sentirse acosado
por un ser fantasmal. Producto de esta psicosis golpea a su esposa embarazada,
se aleja de su hogar y acaba arrojándose de un precipicio.
“Sí. Mi madre estaba allí. Vestida de negro
unánime. Viva. Ya no muerta. ¿Era posible? No. No era
posible. De ninguna manera. No era mi madre esa señora. No podía
serlo. Y luego, ¿qué había dicho al verme? ¿Me
creía, pues, muerto?”
De Más allá de la vida y la muerte del libro Escalas Melografiadas
En fin, el descubrimiento de Vallejo se debió a dos amantes,
una que lo adoraba y otra que lo ignoraba (y la que sin embargo me regaló
el libro que tengo en mi poder). Y a tal circunstancia femenina alrededor
de la imagen de Vallejo, no me queda más que terminar con el poema
XIII del Trilce.
XIII
Pienso en tu sexo.
Simplificado el corazón, pienso en tu sexo,
ante el hijar maduro del día.
Palpo el botón de dicha, está en sazón.
Y muere un sentimiento antiguo
degenerado en seso.
Pienso en tu sexo, surco más prolífico
y armonioso que el vientre de la Sombra,
aunque la Muerte concibe y pare
de Dios mismo.
Oh Conciencia,
pienso, sí, en el bruto libre
que goza donde quiere, donde puede.
Oh, escándalo de miel de los crepúsculos.
Oh estruendo mudo.
Odumodneurtse!
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