![]() |
Reserva de Derechos |
Ciudad de México | Año VII | Número LXXVI | Febrero 2019 |
El castigo Amanecí con las sábanas mojadas. Toqué mi pecho y mi corazón latía con fuerza. Me levanté de mi cama y fui al baño. Observé mi rostro pálido y demacrado en el espejo. El reloj marcaba las once de la mañana. Bajé a la cocina y mi mamá ya me tenía el desayuno listo como de costumbre. Mi madre estaba preocupada por mí, lo sabía por su expresión inconfundible. La noche anterior había bebido y me había drogado.
Mi madre se fue a echar al sillón a llorar como una loca. Mi padre la abrazó para consolarla. No entendía el motivo de tanto escándalo por una noche de fiesta. Terminé mi desayuno y Pepe, mi mejor amigo empezó a sonar el claxon de su camioneta para que saliera. “¡Qué buena fiesta la de anoche!”, decía Pepe. Fuimos a seguirle a un bar que abría temprano en el centro de la ciudad. La cantina estaba casi sola, un par de ancianos tomaban cerveza en un rincón escuchando canciones viejas. Bebimos un par de cervezas cada uno y nos largamos. Pepe dijo que ese lugar apestaba a viejo. Llegamos hasta una callejuela tundida de viciosos y malvivientes. Mi amigo marcó desde su celular y contactó a un vendedor de drogas. Inhalamos cocaína y nos volvimos a sentir vivos. Llegamos a un
expendio y llenamos una hielera de cerveza. Rondábamos la ciudad
bebiéndonos una lata tras otra, un cigarrillo tras otro, absorbiendo
línea tras línea.
Las chicas estaban hermosas y el lugar era espectacular “¿Quieres más coca?”, preguntó Pepe. “¡Por supuesto!”, le dije y seguimos aspirando el polvo sobre la mesa. Entramos a la pista y bailamos cerca de una hora. “¿Cómo te llamas?”, me preguntó una de las chicas. Me acerqué a ella, le murmuré mi nombre al oído y después le di un beso en la boca. “¡Espera un momento!”, dijo y sacó de su bolso dos pastillas. Ella se echó una a la boca, enseguida me dio la otra a mí y entrelazamos nuestras lenguas con un beso húmedo. Nunca supe qué había ingerido, pero bailaba sin parar como un poseído, veía colores psicodélicos. “¡Vamos a llevarlas a un motel!”, me dijo Pepe. Salimos
del antro casi a las dos de la mañana. Una de las muchachas preguntó
si traíamos condones. Pepe arrojó un puñado de preservativos
al aire. Todos reímos como estúpidos. “¡Pon buena música!”, pidió una de las chicas. Puse música electrónica. Mi amigo aceleró más el automóvil hasta llegar casi a los 200 kilómetros por hora. Sentí miedo.
Después fue oscuridad total. Abrí los ojos y me encontraba tirado entre un amasijo de ramas. Escuché el ruido de las sirenas. Me quité el lodo de los ojos y vi a los paramédicos subir dos camillas. “¡Dios mío, hay heridos! ¿habrá muerto alguien?” pensé. Traté de levantarme, pero una pierna la tenía atorada entre un tronco y una roca. Intenté zafarme, pero no pude. “¡Auxilio, estoy aquí!”, gritaba yo. Nadie me escuchaba. Nadie iba a socorrerme. “¡Por Dios, no me oyen!”, grité. Era inútil. A lo lejos vislumbré el automóvil de Pepe. Era una mezcla
de fierros retorcidos y sangre escurriendo. Me incorporé y caminé por el borde de la carretera pidiendo
aventón, sin embargo, nadie se detenía para ayudarme.
Me enfilé a mi dormitorio de puntillas para no hacer ruido y despertar a mis padres. La pierna me dolía mucho. Llegué hasta mi cama y se me hizo raro no sentir los efectos de las drogas. Me lancé a mi cama, pensaba que si dormía diez horas mi cuerpo terminaría por recuperarse. Mañana tendría que ir a ver a un médico y averiguar qué ocurrió con Pepe y las chicas. Ingresé a un sueño profundo. Sentí que caía a un pozo sin final. Desperté aterrado apretándome el pecho con ambas manos. De mis poros escurría un sudor frío que me hacía tiritar. En el espejo veía mi cara blanca con espanto. Fui a la cocina a comer algo para recuperar fuerzas. En la mesa ya estaba mi desayuno. ¿Qué habrá pasado con Pepe y las muchachas? Pensaba. Mi madre estaba enloquecida, ella sospechaba de mi adicción a las drogas. Yo sabía que en cualquier momento podría dejar el vicio, tan sólo era una etapa fugaz de mi juventud. Mi padre reanimaba a mi mamá.
Sin embargo, no fue así. Era la chismosa de mi tía, que
lo más seguro iba a meterles ideas tontas a mis padres. “¡Tu
hijo es un vicioso! ¡mételo a un centro de rehabilitación!”,
siempre canturreaba. ¡No puede ser! ¡es imposible! ¿Es un sueño?
¡Estoy viviendo una pesadilla! Algunos parientes y vecinos arribaron
a la casa de mis padres a ofrecerles su más sentido pésame,
por el fallecimiento de su único hijo. Aquel hijo que en vida los
hizo sufrir y que muerto los hizo sentir el horror. Fui hasta la carretera donde aconteció el accidente. En ese tramo
quedaron clavadas cuatro cruces blancas. |