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Reserva de Derechos |
Ciudad de México | Año VII | Número LXXVI | Febrero 2019 |
Desde el vapor El espejo le devolvió la mirada entre la bruma que dejaba el vapor
de la regadera. Le gusta verse, atenuando los rasgos, opaca la mueca,
borrosa la realidad. Así le gustaría que le vieran los otros. ¡Seguro que no es el primero al que se le ocurre la idea! De todas formas, él no es un vulgar ladrón. La idea le divierte, pero no le atrae. No lo necesita.
Camina rápido con zancadas amplias, casi no oscila los brazos ni bascula la cadera, es algo austero hasta en los movimientos. No busca llamar la atención, pero es alguien fácil de recordar. Por eso usa ropa poco llamativa pero convencional, nada estrafalario ni de colores oscuros, los tonos pastel no van con su piel, pero le ayudan a camuflajearse entre el gentío de los mal vestidos. Parece sociable y normal. Los perros no le ladran y los niños no se asustan. El camino al trabajo incluye pasar cerca de varios parques y escuelas elementales. Todos los días, poco antes de las 8 am., y después de las 5 pm, coincide con la entrada a clases y con los juegos vespertinos en el parque. No sabe cuándo empezó. Quizás en casa cuando se reunían los primos y amigos del rumbo para las pijamadas con historias de terror y palomitas calientes, al sentir el calor de los otros cuerpos muy cerca del suyo, sin necesidad de ocultarse, sin tocarse, sólo la continuidad de ese calor y los olores. Conforme crecía, el calor se convertía en un leve cosquilleo en la entrepierna. Pensó que era la comezón habitual de cualquier hombre con testículos. Calor, sudor, secreciones propias del escroto. Pero el contacto con otros calores lo exacerbaba. No era la misma comezón con los de su edad que con los menores.
Fue a raíz de un pequeño incidente con un niño de primaria. A los 17 años pasó caminando cerca de la entrada de la escuela, un día de asueto en la preparatoria. Era el recreo y los niños correteaban por la plaza cívica entre gritos y carcajadas, la libertad y la inocencia juntas. Un balón llegó hasta sus pies. Lo detuvo con un movimiento rápido y esperó a que el pequeño llegara: “Te lo devuelvo si me das un beso”. Discreto y apresurado, miró a los lados por si había algún otro adulto cerca. El niño se acercó a él, mirándolo a los ojos: “¿Quieres que te bese?” Se inclinó a la altura de la del niño, quien mutó el brillo inocente de sus pupilas a un oscuro profundo, con un par de llamas en la cima de aquella negrura; su boca se abrió rápida y sus labios, como un par de tenazas, se afianzaron a la suya. No sabía diferenciar entre el placer tan ansiado y el calor infernal que le quemó la cara de tal forma, que nunca volvió a verse igual. Fue tan fugaz y tan intenso que no supo si se detuvo el tiempo.
No sabía quién lo había llevado. Recordó el incidente con el “niño” y se llevó las manos a la cara, encontrando no su piel, sino un amasijo de vendas y fomentos; se levantó inquieto y febril, trastabillando y pálido hasta el baño donde rápida y desordenadamente se retiró las vendas, encontrándose por primera vez con el reflejo de esa dismorfia en la que no se reconocía. Gritó hasta volverse a desmayar. Los siguientes años fueron crípticos, siempre escondido
en su cuarto a oscuras, casi sin hablar, refugiado en la computadora que
lo dejaba deambular sin límites por cuartos más oscuros
que el suyo, donde sus fantasías eróticas y de venganza
se veían reflejadas y podía pagar para sentirlas propias
y reales. Cuando consiguió la careta y se volvió a ver aceptable
en el espejo, se animó a salir, a convivir, consiguió terminar
una carrera en línea y encontró trabajo. Evitó la
escuela primaria aquella, aunque ameritara retrasar su venganza y la sublimación
de sus instintos, que no eran aceptados por la ley ni por la sociedad.
Un beso, algo tan inofensivo como un beso, no era compatible con el castigo
que se le impuso. Ni siquiera llegó a ser, sólo se quedó
en petición, en deseo, en cicatriz deformante.
El juego terminó por una pertinaz llovizna; solo él permanecía estático mirando hacia el campo. Se fijó en cómo los demás niños se alejaban de la mano de sus padres, pero el suyo se quedó chapoteando en los charquitos, llenándose de lodo. Solo se dirigió a los vestidores. Lo siguió. El ruido de la regadera le indicó el camino, sabía que
ahora era mayor, estaba prevenido, era más fuerte y había
preparado su venganza durante diez años. Estaba seguro de ganar. Se fue despojando de su ropa, sólo se quedó con una navaja
con la que pensaba someterlo. El vapor lo envolvió, y las dos siluetas
apenas se distinguían. Poco a poco se fue acercando. El vapor se
convertía en gotas sobre su frente y pecho, las sentía recorrer
su torso y mojarle aun más el pene, erecto, duro, pulsátil.
Al día siguiente encontraron bajo la regadera, su cuerpo húmedo
y vacío de sangre; el vestidor era una carnicería con charcos
de sangre y semen mezclados por doquier. El gesto de dolor debajo de la
máscara era concordante con la lesión masacrante y emasculadora
que todos los forenses registraron con sus cámaras; parecía
destrozado por algo bestial que, no solo amputó, sino que devoró
las partes pudendas y perianales, no dejando residuos. Las vísceras
asomaban por el amplio agujero que sustituía su masculinidad. |